martes, 30 de junio de 2015

El reloj.

El reloj del pueblo llevaba años parado, y nadie se había molestado siquiera en subir a lo más alto de la iglesia a comprobar por qué no andaba esa vieja reliquia. Olvidado y mudo, permanecía como espectador impasible en medio de la plaza, bajo su atenta mirada se hallaban todas las casas y hogares gobernados por un ritmo propio que había sustituido al añoso tic tac. Sin embargo, las agujas en lo alto no habían cesado del todo su movimiento.
Una vez en junio, el minutero avanzó al menos media hora. Durante aquel verano, muy de vez en cuando, sumaba algún minuto. Para el mes de diciembre el reloj del pueblo ya no marcaba las diez, sino las once y media, pero nadie en absoluto se percató del cambio.
Aquel mismo verano dos almas se habían encontrado en la playa del pueblo y se habían mirado a los ojos muchas veces, allá donde rompe la espuma. Pero ni la gente del pueblo, ni siquiera ellos mismos, eran conscientes  de la obra de arte que el destino había creado en ese pequeño puerto. Quizá solo el reloj olvidado había reaccionado ante la maravilla.
El año siguiente el reloj de la iglesia permaneció inmóvil, y siguió así otro año más, y luego otro más. Si alguien hubiera tomado el pulso a esos engranajes lo hubieran dado por muerto.
Contra todo pronóstico, cuatro años después de su último movimiento, las agujas recobraron la vida con más pasión que nunca. Avanzó tras sesenta segundos, tras otros sesenta volvió a avanzar y lo mismo otra vez, y siguió su tarea sin pausa. No tan lejos de allí, también se había roto un silencio. Ya no solo las olas hablaban en la orilla.
Sobre la arena blanca nacía un saludo que había sobrevivido a la mismísima eternidad para morir allí mismo; era el saludo de un alma que encuentra a su igual. Los jóvenes se percataron de lo que estaba sucediendo a las siete horas y veintidós minutos de la tarde, sin embargo, el reloj de la plaza marcó en ese momento las doce en punto.
Las campanas sonaron y el repicar recorrió cada calle, cada casa, se coló por cada puerta y ventana. Sonó con tanta fuerza, con tanta rabia y tanto amor contenido que cualquiera diría que se escuchó en la Luna. Todos los vecinos callaron inmediatamente, abrumados e inundados por la nostalgia y la culpabilidad de no haber extrañado antes aquel sonido. Pero el reloj ya nunca más volvería a sonar.
Después de aquel día, muchos subieron a lo alto de la iglesia, muchos fueron los intentos de hacerlo andar, pero nada surtió efecto.
El espíritu del viejo reloj ahora vivía en aquellas dos sonrisas de la playas.

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